Mirar para decir.
Para decir poemas
como fotografías de la voz.
GABRIELA AGUIRRE
La poeta rusa Marina Tsvietáieva, en un libro que aborda la pintura de Natalia Goncharova, se refiere a la mirada como una huella. “Mi huella (mi mirada)”… Y esa sola insinuación me ha llevado a una serie de reflexiones. Conozco y reconozco el hecho de que la mirada sigue –persigue, va detrás de– las cosas, (en efecto también) de las huellas y los rastros de algo. Pero la revelación que vino a mí tras la lectura de las palabras de Tsvietáieva me colocó frente a una nueva posibilidad de comprender el mundo. Si la mirada es una huella, esto significa que mirar es un ejercicio de encuentro con otras miradas (huellas) que a su vez pasaron por las huellas de quienes miraron antes, décadas atrás, siglos atrás. Miramos y al hacerlo tejemos una red que nos acerca a otros. “Una red de mirada/mantiene unido al mundo/ no lo deja caerse”, dice el poeta argentino Roberto Juarroz. Miramos y dejamos un rastro que otros –después de nosotros– encontrarán. Tal vez por eso a veces mirar ciertas cosas nos hace estremecernos, como si una gran carga de miradas cayera sobre nosotros en el instante mismo de poner los ojos sobre ellas.
En el caso del fotógrafo este asunto se vuelve todavía más complejo e intenso. El autor de una fotografía mira y la huella de su mirada queda intencional y explícitamente expuesta: el fotógrafo hace de su huella una escritura. Es decir, este proceso del que hablo no sólo se queda en el objeto que se ha mirado –huella ya la mirada–, sino que el fotógrafo hace una huella de la huella, construye con la huella una obra de arte. La huella de la mirada deviene objeto artístico y como tal, señala una ruta para ser recorrido, abordado.
Desde que me encontré hace unos meses con la obra de Juan Pablo Medina vivo de otra manera. Y es que los seres humanos no estamos lejos de aquellos antepasados nuestros que perseguían animales, olores, lluvias, colores del cielo o de las montañas para vivir. Siempre andamos detrás de las cosas, si no fuera así: ¿cuál sería el sentido de nuestra existencia? Y esa persecución, en el caso del arte, está ahí: en el papel, en la tela, en la piedra, detrás de la pantalla de una computadora o de un teléfono celular. Esa huella sobre la huella, en el caso de Juan Pablo Medina, se ha vuelto para mí comunión de las miradas. Y, como suele sucederme cuando algo me conmueve, quiero compartir con otros el regalo de la conmoción.
Comencé viendo un par de fotografías y videos suyos. Y sucedió. La primera imagen que me trajo días detrás de ella fue la de las fábricas y sus contenedores, sus techos, sus maquinarias y sus espacios… “Como si te asomaras por el orificio de una caja de música y vieras su mecanismo” –le
comenté a Juan Pablo. Entonces me volví una niña fisgoneando en los patios de los vecinos, en los jardines de los parques privados… Después vino el intercambio. Un poema de un guante casi quirúrgico por una foto de un guante invernal. Ángulos de un cuarto de motel por versos que transcurren en la habitación número 8 de uno... Finalmente llegó la polilla. ¿Por qué polillas? –le pregunté a Juan Pablo. Y a partir de esa pregunta inició una conversación tan rica como inquietante.
La metáfora de la polilla nos fue invadiendo a ambos y, si bien el territorio de la fotografía era conocido para él como creador, el territorio del poema le imponía un riesgo que quería tomar. Sabemos que lo poético no es exclusivo del poema (hay poesía sin poema –asegura Octavio Paz– “paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos”), pero también sabemos que lo poético que existe en un proyecto fotográfico en ocasiones no alcanza para decir la poesía que la mirada de su autor quiere mostrar. Se vuelve necesaria entonces la escritura del poema, la composición de los versos, la construcción de la metáfora hecha de palabras. Dos lenguajes que se tocan son un hermoso peligro inminente y una posibilidad de expandir la realidad de ambos lenguajes. Por eso Medina se encontró con la exigencia de escribir poemas, pues –a decir de Paz– “el poema es creación, poesía erguida”.
¿Cómo decir la mirada ya no sólo con la imagen fotográfica, sino también con la arquitectura de las palabras? ¿Cómo ir más allá de los elementos propios de la fotografía, de los mecanismos de que se vale un fotógrafo para hacer arte? Una respuesta la ofrece el presente proyecto. El espectador/lector de este trabajo podrá transitar por ambos lenguajes. Más allá todavía: transitará por un tercer lenguaje resultado del maridaje de estos dos. No se trata en este caso de un libro de fotografías acompañadas por poemas. Tampoco de cómo su autor encontró el modo de traducir unas a otros. Se trata de transitar por un terreno fronterizo, y como tal –en cuestiones de arte– no de ruptura: más bien de continuación, de extensión, de sustancias que se mezclan sin romperse.
La polilla es el pretexto en este caso: su condición de ser efímero, cuya existencia nocturna la orilla a la persecución de la luz, se la devuelven a Juan Pablo Medina como una metáfora del habitar el motel como espacio de paso pero también de rastros que él sigue y recrea. Quedarse un poco también es quedarse. Esos pequeños objetos de la vida en el motel –dejados al azar por los visitantes– son una especie de bitácora de lo efímero, al mismo tiempo que devienen permanencia al pasar por la mirada –que es huella según Tsvietáieva, ya dijimos– del fotógrafo. Repito: una huella sobre la huella, un rastro sobre el rastro: así la obra de Medina.
Y a su vez, la polilla es un insecto que, si tocamos, nos deja residuos en los dedos: un polvo finísimo que escribe también desde su huella efímera, porque se va pronto/con el agua, como dicen unos versos de este fotoemario.
Ahora quisiera hablar de una contradicción que encuentro en las fotografías de este proyecto. Los objetos se miran –los miramos– desde arriba. Se trata de objetos pequeños dentro de una habitación de motel: un arete roto, colillas de cigarro, un cabello, pastillas, una cáscara de naranja, unas galletas de la suerte… una polilla. Esa mirada: cenital, abarcadora, amplia, de grandes proporciones, nos muestra precisamente lo contrario: lo mínimo, un pequeño recorte de toda la habitación, un fragmento de la cama, un trozo de la cubierta de una mesa. Y es en esta contradicción donde leemos lo poético. Estamos frente a una mirada que privilegia –dentro de todo lo mucho que vigila– aquello a lo que la cámara tiene que acercarse más, cerrar la toma, palpar la herida. Así, la mirada contradictoria de nuestro artista nos recuerda –una vez más– que las posibilidades de ésta no conocen los límites.
Dice Octavio Paz, citando a Chuangtsé que “No hay nada que no sea esto; no hay nada que no sea aquello. Esto vive en función de aquello. Tal es la doctrina de la interdependencia de esto y aquello. La vida es vida frente a la muerte. Y viceversa. La afirmación lo es frente a la negación. Y viceversa.”… Hay un punto –continúa Paz– en que esto y aquello, piedras y plumas, se funden. Para el autor de El arco y la lira la poesía posee la capacidad de reunir los contrarios –lo contrario– y es de esa manera como la imagen poética consigue decir lo indecible, lo que “por naturaleza, el lenguaje parece incapaz de decir.” Así en el trabajo de Juan Pablo Medina.
Una mañana encontré un caracol caminando sobre el gris de la banqueta en un parque. Dejaba a su paso un hilo de baba que hacía brillar el sol. Pensé quién sería capaz de ver ese rastro y comprender de dónde venía y hacia dónde iba. Pensé en el caracol guardado en la lentitud de su casa, en ese camino trazado por él sin saberlo. Pensé en los amantes que recorren la habitación de un motel dejando rastros sin saber que otro habrá de leerlos. Me hice la misma pregunta: ¿quién será capaz de comprender de dónde viene y hacia dónde va ese hilo de señales que al llegar la luz del que mira y fotografía y escribe hace aparecer? La respuesta está en las manos del que ahora lee.